Lo mío no va a llegar ni a medio autorretrato, sino que se va a quedar en algunas pinceladas de infancia y adolescencia, momentos en los que sin apenas notarlo, se va adquiriendo conciencia lingüística y las lenguas pasan a ser uno de los muchísimos factores que van dando forma a una persona.
Hoy soy profesor de inglés y, desde que me acuerdo, siempre me han interesado las lenguas, tanto la propia como las ajenas.
Nací en Andalucía, la tierra en la que el castellano se hace meridional y se derrama por cada uno de sus rincones, adquiriendo matices infinitos y transformándose en un océano de hablas donde en cada valle, en cada loma, en cada monte y en cada playa una sola lengua es maleada, retorcida y moldeada de tal manera que, aun permaneciendo reconocible, conforma la identidad de cada pueblo y de cada comarca. Al llegar al sur, el castellano se relaja, se desnuda y despoja de fonemas; las fricativas empiezan a bailar, haciéndose alveolares en los campos y dentales en las costas (o viceversa); con el calor, empiezan a caer sílabas enteras o, por el contrario, grafemas mudos, se aspiran y regresan al mundo oral. En fin, la lengua se hace bastarda, se enriquece.
Soy de Linares, el norte minero, la zona que el resto de andaluces percibe como lingüísticamente menos contaminada, la tierra del ronquido, donde la jota, decimos aquí, se aferra aún a su posición velar.
Me acuerdo de los vocablos tan particulares que utilizaba mi abuela, que me resultaban tremendamente familiares durante mi infancia preescolar, que a medida que avanzaban los años en el colegio comenzaban a producirme extrañamiento (e incluso cierta vergüenza) porque nadie de mi edad los usaba y que ahora recuerdo con mucho cariño y trato de reincorporar a mi léxico.
Recuerdo también que, de pequeño, cuando mis padres nos metían a todos en el coche para pasar unos días en la costa, me gustaba poner oído y reconocer el deje de un camarero granadino abriéndose paso a voces en el Babel que es un chiringuito al medio día; descubrir que lo que aquí era casa, allí era caza y más allá ca.
Iba al colegio. Allí la lengua se me daba bien aunque no me apasionaba: había partes tediosas (la ortografía, los dictados eternos, los Ahí hay un niño que dice ¡ay!... ), pero otras actividades, como las redacciones (tema libre, claro), daban mucho juego. O las primeras nociones de sintaxis, la posibilidad de poder romper la lengua en trozos para enterarme de qué palo iba cada uno de ellos.
También estudiaba francés, e inglés en una academia. Y aquellos ya no eran dejes. Eran códigos diferentes. El francés que Monique y Pierre, los monigotes del libro de texto, utilizaban para sacar las entradas a la Torre Eiffel, en París, aquella ciudad tan grande, tan bonita y tan lejana en aquella época. O el inglés con que el señor Smithers increpaba a Arthur por llegar reiteradamente tarde a su puesto de trabajo de bibliotecario en Middleford, ese pueblo, tan rancio y a la vez tan acogedor, donde todos vivían en casas unifamiliares, bebían té y conducían por la izquierda.
Seguí en el instituto y, poco a poco, las nuevas lenguas me iban introduciendo en mundos nuevos - en aquella época casi parecían otros planetas. París ya no era una torre, era 1789 y todas las revoluciones que vinieron detrás; era El Extranjero y el existencialismo - algo que entendía entonces más como pose que como fondo, pero que era igualmente apasionante. Middleford creció convirtiéndose en Londres o Manchester o Liverpool. Y el inglés pasó a ser la lengua en la que se cantaban las canciones que oía una y otra vez, esas canciones que, cuando eres un adolescente melómano - como era mi caso -, interiorizas, asimilas a tus experiencias vitales - tan intensas durante la adolescencia - y pasan a formar parte de ti. Morrissey hacía falsetes o los hermanos Reid desataban letanías cantando decepciones, obsesiones, frustraciones o alegrías que, sin entender completamente, yo aquí o alguien en Japón o alguien en Chile hacíamos propias. Y, sí, emocionaba la música, pero también lo hacían las palabras, y la propia lengua.
Luego llegaron la juventud y la edad adulta: viajes a otros lugares y contactos con otras culturas; también el pragmatismo, el aprendizaje consciente, el valorar las lenguas desde el punto de vista de su funcionalidad, el elegir una opción profesional de la que las lenguas formaban una parte central. Pero realmente, creo que esa curiosidad/afición/cariño (utilizar amor creo que sería excesivo) que siento ahora por el lenguaje y la comunicación, sobre todo en su vertiente verbal, se forjó hace muchos años y que si tiene alguna solidez la tiene porque se forjó en cimientos más emocionales que racionales.
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